sábado, 10 de febrero de 2007

Diamante de Sangre


Sería seguramente, teniendo en cuenta la temática de este blog, apropiado hablar de la película en sí misma, del trabajo de su director, de los actores, de la fotografía, del montaje, de la narración y de todo el englomerado que conlleva siempre cualquier trabajo cinematográfico. Pero hoy no viene al caso, y no porque Diamante de sangre no sea un película digna de analizar en este sentido, no, que va, sino porque acabar de verla hace tan solo una hora todavía impide poder sumergirte en el celuloide, porque es la historia lo que prevalece en el pensamiento. Hace un par de días escuché a una chica decir con respecto a El señor de la guerra , que al salir del cine todo el mundo comentaba que no podía ser cierto, y sentí pena, pena por la humanidad, por nuestra ceguera, por nuestra necedad de no querer ver. Porque la pregunta no era esa, no, tendría que haber ido más allá, a la yugular de todos y preguntárse cómo podemos permitir, que éste que se hace llamar el primer mundo, permita que una cosa de estas suceda. Lo mismo que el trabajo de Edward Zwick, una verdad a gritos conocido por todos, hoy todavía solivanta ampollas entre las grandes compañías que quieren ocultar el olor a sangre que sus intereses dejan sobre el suelo africano.
Repasando los comentarios que he leído sobre la película, el que más me ha impresionado es el del propio director, que asegura que cada mañana afrontaba el rodaje con la misma frase escrita en la primera página del guión: "El niño es la joya". Porque hablar de diamantes de sangre, es hablar también de niños de la guerra, niños que no han dejado de jugar para empuñar un arma y matar.
Como el propio director asegura obviamente una sola película no puede cambiar el mundo, pero lo que uno intenta es agregar su voz al coro. Que ésto sirva también para aumentar el coro, y que para la salida del cine no nos preguntemos que ésto no puede ser verdad, sino que nuestra propia pasividad es lo que hace que este loco mundo sea como es. Quizá también como periodistas tenemos nuestra parte de culpa, por preferir hablar de insulsas cosas antes que tener el coraje para hacer de esa voz colectiva un grito contra la injusticia.

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